Discurso de Agradecimiento del Profesor Gabriel Castillo al homenaje de la Univ. de Aconcagua. 23 de Junio de 2004


"Recuerdo que, durante parte de las mañanas de mi infancia, gozaba del tiempo que podía pasar en la calle. Ahí ocurrían cosas, caminaban y hablaban las gentes. Ahí convocaba yo a los perros aburridos en las puertas de sus casas y, con ellos, iba al fundo vecino o al cerro o al río a buscar aventuras.
Pero todo este mundo feliz se eclipsó la mañana en que dos carabineros a caballo me detuvieron para indicarme que debía estar en la escuela.
Al día siguiente, mi madre me llevó a la escuela. El primer día, me arranqué; pero, al segundo, no tuve más remedio que aceptar mi suerte.
Recuerdo que, en la clase, soñaba con la calle, con el cerro, con el río, pensaba en los perros que, sin mí, volverían a su aburrimiento.
Ese año, no sé cómo, aprendí a leer y a escribir; pero la escuela seguía siendo, para mí, un lugar en el que las clases eran excesivamente largas y los recreos excesivamente cortos.
Pero un día todo cambió. Entraron, a la clase, el director de la escuela con una profesora, preguntaron por mí y me llevaron al curso que dirigía la profesora que me había venido a buscar.
La maestra entró al nuevo curso y dijo: “Tenemos el compañero que faltaba”. Y, a mí, me explicó: “Todos los niños de este curso son simpáticos e inteligentes. Te hemos traído porque te encontramos simpático e inteligente”. Luego, comunicó mi nombre, y, detenidamente, me fue indicando el nombre y las buenas cualidades de cada integrante del curso.
Ahí, mi visión de la escuela empezó a cambiar. Empezó a ponerse tan interesante como la calle.


Un año llevaría en este mundo nuevo, cuando un niño, el Vela, - no he podido recordar su nombre- nos comunicó con desaliento que debería abandonar la escuela porque tenía que trabajar tres meses vendiendo frutas secas en la calle. Su padre, que hacía hasta el momento ese trabajo, iba a ser hospitalizado un tiempo largo.
Nosotros rechazamos su abandono del curso. Le dijimos que, entre todos, le pasaríamos las materias de las clases, en la casa o en la calle, y que, concluidos los meses de ventas de frutas secas, volvería al curso. Aquí cuidaríamos su banco y, si daban lápices, gomas, reglas, cuadernos, libros, en la clase, se los entregaríamos.
Así que, cuando llegó la maestra, le contamos lo que pasaba. La maestra guardó silencio y salió. Al rato, volvió con el director y éste nos dijo que él y la maestra apoyaban nuestro plan.
El plan se aplicó según lo acordado. Yo, por cierto, elegía hacer clases en la calle donde ayudaba también a vender.
Todos los días la maestra preguntaba por el Vela, por su padre y por el plan de aprendizaje y nosotros informábamos lo que habíamos enseñado y lo que el Vela aseguraba que había aprendido.
A los tres meses, salió el padre del hospital y el Vela volvió al curso. Vino el director y, con la profesora, le hicieron algunas preguntas, conversaron detenidamente con él y luego declararon que el plan había sido exitoso.
Ese día, fuimos un curso famoso en la escuela; y tanto, que el profesor que, a media mañana, repartía el ulpo caliente a los niños especialmente inscritos para recibir ese manjar, cuando veía a alguien de nuestro curso mirar el reparto del ulpo, con una cara ávida y esperanzada, de inmediato nos ofrecía un jarro cuyo ardor nos quemaba la boca y nos ponía un sol en el alma.
Y el tiempo de escuela terminó. El último día de escuela, tomamos chocolate y comimos galletas junto a la maestra. Estábamos tristes porque ya no seguiríamos juntos; pero todos declaramos que, donde estuviéramos, de alguna manera, recordaríamos lo que fuimos unos para otros, lo que nos enseñamos, lo que nos dimos.
Ellos, dondequiera que estén, se unirán a mí y, juntos, agradeceremos el recibimiento cariñoso que aquí se ha dado a uno de sus compañeros de curso.”